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Ya van cuatro meses en Huape con la mar encabritada. Iván Garrido

lleva la cuenta precisa en la memoria de sus dedos. Uno a uno, los

separa con la otra mano recordando el tiempo en que ni él ni los

otros 33 pescadores artesanales del sindicato han podido meterse

a trabajar. Esperando una tregua que no llega, la mayoría de ellos

se asoma antes de que amanezca y, ante la primera arruga que

ven sobre el agua, se resignan y regresan a casa. Iván, en cambio,

prefiere a veces quedarse espantando de su bote “Millaray” el

salitre que estas olas indecisas y majaderas depositan cada vez

que se desvanecen lentas sobre la playa rocosa.

Iván Garrido, pescador artesanal de Huape, región de Los Ríos

Muchas veces la mercadería

quedó inservible,porqueel cliente

simplemente nunca apareció.

Desde la orilla, y con un sol despuntando sobre los cerros con una

fuerza inusitada para ser primavera, el enorme pedazo de agua

azulina que pusieron frente a esta caleta de la Región de los Ríos

se ve tranquilo. Parece un día perfecto. Parece que ha llegado la

tregua. Pero Iván conoce estos mares y no se confía.

Por si faltaran motivos para hacer de la pesca un oficio duro, en

Huape hay varias otras razones para extremarlo. Ni siquiera es

sólo un asunto de clima. En una caleta donde puede llover hasta

ocho meses al año, el gran desafío ha sido siempre aprovechar

los momentos en que se puede pescar y asegurarse de que lo

recolectado se venda rápido en Valdivia.

Esta parte del trabajo ha sido tanto o más compleja que la pesca

misma, porque en Huape vivían prácticamente incomunicados.

Hasta hace apenas un par de años era una huella la que los unía con

Corral, a unos 20 kilómetros hacia el norte. En invierno, el camino

se cortaba y el viaje se hacía imposible. Iván no lo olvida: “Había